Encontrar al Quetzal Dorado se había convertido en un reto. Esta ave majestuosa se acercaba eventualmente por los alrededores de la sede pero nunca tanto como para dejarse ver. Su visita era evidente por su canto particular al final de la tarde. Un silbido suave, rítmico y gutural. Con el pasar de los días en la Reserva aprendí a identificar su esquiva presencia en los bosques. La primera semana pude verlo de lejos, la fotografía, sin embargo, no le hizo honor. Lo busqué día tras día, lo escuchaba de lejos y esperaba en vano que se presentara en alguna rama cercana. Pero no, no es fácil. Es un ave que más parece un caballero que sirve a alguna corte europea del siglo XVIII: de pecho rojo intenso, con alas verdes luminosas como una elegante capa que lo cubre, y una cola de plumas largas blanquinegras. Un ave símbolo de los dioses... ese es el Quetzal Dorado de la Sierra.
Ese día como de costumbre muy de mañana inicié mis tareas: los ejercicios, apreciar el paisaje, llenar los bebederos y luego, como debo hacerlo cada mes para esas fechas, me senté a preparar la cuentas y facturas que debo enviar a Bogotá, una labor que me agobia pero que debe hacerse de todas maneras, -es parte de las tareas que como voluntaria debo realizar-. Eso me disponía a hacer: las cuentas de fin de mes. Saqué facturas, formatos, prendí la computadora, la impresora... me serví un té. Pasados unos minutos levanté mi mirada y ví por la ventana. El cielo azul intenso sin una nube y yo entre cuentas y facturas. Es temporada de invierno y dicen que hay que aprovechar los momentos de azul en el cielo. Miré mi mesa ... miré de nuevo por la ventana.
Eudes, el guardabosques de Parques Naturales, me había dicho que el Quetzal anidaba cerca a su casa a casi dos horas de camino de El Dorado... lo recordé y volví a mirar al cielo. A pesar de la temporada, las lluvias no se animan a llegar, no en las mañanas, así que decidí guardar las facturas y las cuentas; cámara en mano me despedí de Adela - la señora de la cocina-, y tomé carretera arriba rumbo a Parques. La Olimpus hace parte de mí desde que llegué a El Dorado, no quiero perder un atardecer, el vuelo de una mariposa, los colores de la vegetación y principalemente no quiero perder ninguna imagen de las aves de la Sierra, la cámara está conmigo desde el momento mismo de salir de la habitación en las mañanas, con un foco de 36x me permite alcanzar una distancia considerable, no es una cámara profesional pero sí es bastante buena para una pajarera principiante que le gusta la naturaleza y no se adapta a los binoculares.
La carretera es pedregosa, angosta y por supuesto, rodeada de verde. Estaba dispuesta a regresar con varias nuevas tomas. Salí optimista. Algunas mariposas pasaron a mi lado, el bosque permanecía silencioso, ningún canto en la distancia. Silencio. Seguí adelante decidida, me esperaban dos horas de camino. A pesar de mi entusiasmo no tuve suerte, no logré divisar ningún vuelo cercano. Así que me relajé y decidí disfrutar la caminata. Caminar se ha vuelto una rutina, respirar pausado y observar, sentir, escuchar... La vegetación va cambiando poco a poco, la carretera se transforma, sube de los 2000 metros a 2500 en poco tiempo, sus colores, sus aromas, el tamaño de los árboles se hace más bajo; de repente desde lejos escuché el agua caer, una cascada que hace tan solo unas semanas no existía golpea las piedras y deja un rumor agradable, inconfundible. Le tomé una fotografía y seguí adelante. Aún no contaba con la suerte de un ave en mi lente... paciencia.
Un tour de ingleses dejó la Reserva el día anterior luego del almuerzo, se fueron satisfechos, todas las metas cumplidas; vinieron de muy lejos a observar y fotografiar al Buho de Santa Marta, las diversas tángaras multicolores, la clorofonia, los tapaculos, las reinitas, el tucán caribeño y el esmeralda, al lorito endémico, a la pava canosa y la cariazul; y también, entre otras muchas aves, al encantador Atrapamoscas Canelo. El Canelo permanecía al frente de la sede sin falta, siempre allí tan pequeño, tan canela y tan ágil en su tarea de atrapar moscas. Es un ave que se mueve rápido, caza su presa y regresa de inmediato al mismo lugar de donde partió. Siempre así... va y regresa al mismo lugar. Durante días lo observé, creí -equivocadamente- que siempre iba a estar allí, sin falta. Me acostumbre a verlo al punto de no valorar su presencia. Un día no volvió. El canelo dejó su ramita y me dejó. Día tras día, en la mañana o en la tarde yo regreso por él, esperando verlo de nuevo con su ojos negros y su vuelo rápido. Pero no. El canelo me ha dejado. No le había tomado las fotos suficientes, no había compartido con ese pequeño tanto como hubiera querido. El canelo no regresó y lo extraño.
El camino se hizo largo pero no por ello aburrido, la vegetación y sus colores entretienen, las sombras y los seres que aparecen distraen a cada paso, pequeños insectos, mariposas... Contrario a lo esperado no pude observar ninguna ave, perdí un poco la fe en mi buena suerte de pajarera -siempre que salgo espero que las aves se presenten frente a mí sin timidez y se dejen fotografiar-, sin duda no es tan fácil. Pajarear es como ir de pesca, se necesita paciencia... mucha paciencia. La esperanza decayó cuando de repente algo se movió en la carretera, frente a mí, algo delgado, negro y zigzagueante se arrastraba hacia una orilla. ¿Un mal augurio? En lugar de una vistosa ave me topé de frente con otra especie. No iba a perder mi mañana, tampoco era tan fea, así que le tomé una fotografía, ella siguió su camino, yo el mío.
Llegué a la sede de Parques pasadas las 9am, Eudes me saludó son su tradicional sonrisa... ¿se animó a subir? El Quetzal valía la pena y aún mi mañana no había dado frutos. Nos dirigimos al polluelo, un viejo tronco quebrado por los años había dejado el lugar perfecto para que una pareja de Quetzales anidara, de repente y en vuelo bajo apareció la madre. Pregunté a Eudes si no se molestaría ella si yo me acercaba a su nido. No hay problema, me aseguró. "Se turnan para cuidar el polluelo, mientras la madre está cerca, el padre va por alimento... no es común verlos a ambos". La presencia cercana de la madre me conmovió, con la escalera que había llevado mi guía subí a ver al pequeño milagro. De varios huevos solo uno había sobrevivido. Un pequeño Quetzal estaba en mi lente. Me emocioné, la larga caminata había valido la pena:
Lo que pasó luego no necesita palabras, fue una mañana maravillosa a pesar de la lluvia que me agarró de vuelta, regresé casi al medio día orgullosa de mis fotos y de mi suerte de pajarera. Captar el cambio de guardia entre estos dos padres fue una suerte y un orgullo. Vivir la naturaleza es realmente gratificante, recordé todos esos documentales de David Attenborough y me sentí un poco como él... Volví a mis facturas y las cuentas, a los formatos pero con una sonrisa que no se me quitó en todo el día. ¿Quien dice que las labores contables son aburridas?
Esta es la razón de mi alegría:
La madre atenta y protectora... |
De repente el padre apareció con el desayuno de su hijo... |
Alimenta a su pequeño |
Y se despide... |