PH 972 Clyfford Sitll Museum 1959 |
El Doctor Pira, Secretario de Salud, apareció sobresaltado por la puerta de mi oficina, escuché
sus gritos de llamado, segundos antes subía corriendo por la escalera de la gobernación ¡Doctora!¡Doctora!;
el estruendo de la guerra se oía en todo su furor, llamaba a la
gobernadora. Tenía un plan de emergencia. A pesar de los
anuncios y advertencias, a la gobernadora encargada no se le ocurrió en ningún momento preguntar a los comandantes qué hacer en el momento de la llegada de las Farc; afortunadamente, el Dr. Pira lo
tenía contemplado. Llegó por la gobernadora para subirla de inmediato al carro
y llevarla al hospital Manuel Elkin Patarroyo. Al verlo entrar, volví a respirar, mi cuerpo
temblaba sin control, tomé mi agenda, el teléfono y salí de la mano del
secretario de salud. ¿Margarita? Pregunté, ¡tenemos que ir por Margarita! ¡Está
en la casa sola! Él me aseguró que primero me dejaba en sitio seguro para luego
enviar el carro por ella. Entramos corriendo, el hospital estaba lleno de
gente, mujeres embarazadas, niños, hombres, casi cien personas. Todos estábamos aterrados. El momento había
llegado. Quise que fuera una escaramuza de unos minutos, no fue así. No había pasado más de diez minutos del
inicio del combate cuando recibí llamada del Coronel Calderón: ¡Doctora, escúcheme bien, vístase de médica y ubíquese en
lugar seguro, si perdemos irán por usted! … No perderemos, Coronel, le dije.
Cuídese, estaremos en contacto. No
sonaba a una simple escaramuza. De
inmediato hablé con el director del hospital, el doctor Lucio, ya habíamos compartido algunos almuerzo en el casino de la señora Magnolia, me mostró el
lugar indicado donde debía esperar, una salita cercana a las salas de cirugía. Era un lugar de unos tres metros cuadrados con algunas sillas, un closet grande y un baño con ducha. Tomé el traje verde, el pantalón, camisa y
gorro, me cambié. Fui a la entrada del
Hospital a preguntar por Margarita, ya regresan
con ella, me contestó el Dr. Pira… la gente estaba conmocionada. Para ese
momento mi cuerpo había dejado temblar.
De repente entraron las primeras víctimas de la Infantería de Marina: Rubén
Díaz Osorio, 28 años, fallecido. A Hamilton Franco Lugo, lo recuerdo bien, un joven
chocoano, corpulento, 28 años, podría haber sido un guerrero zulú; entró en camilla, me pareció que sangraba por
el pecho, su uniforme estaba empapado en sangre, estaba consciente, los médicos
apresurados lo llevaban a cirugía, yo vestida igual que ellos me acerqué a la
camilla tomé su inmensa mano entre las mías. Me miró, su rostro no reflejaba
dolor sino tristeza, sabía que algo grave le había sucedido. Luego de unos
segundos me dijo: No siento nada, doctora. No siento nada… Recuerdo que le contesté brevemente. Recuerdo su mirada. Miré a los verdaderos doctores, quienes lo
llevaban de urgencia, con una señal me hicieron saber que había recibido un
disparo en el cuello. Su condición era crítica. Pronóstico: cuadripléjico. De
inmediato lo llevaron a la sala de cirugía… El Hospital Manuel Elkin Patarroyo
tenía en ese momento un excelente grupo de médicos especialistas. Lo atendieron
de inmediato. Todo sucedía muy rápido. Los disparos seguían sin
parar. La guerra. Margarita finalmente llegó al Hospital, aunque la casa que nos
habían asignado no quedaba lejos, conducir por el pueblo implicaba un alto
riesgo. Me alegré tanto de verla. En esos pocos días en Inírida había podido
conocer a esa abogada de cabello negro, largo y rizado con risa contagiosa. En Bogotá
era una abogada más del grupo de la Dirección de Descentralización, en Inírida
se convirtió en mi sombra, una sombra que me protegió de caer en líos legales y quien se convirtió en una amiga. Una compañía inigualable. Con el paso de los
días me sorprendería aún más. Margarita
también se cambió de ropa, muy precavida tuvo tiempo de recoger algunos objetos
personales antes de dejar la casa. Así empezó ese intento de las Farc de tomarse
Inírida. Supimos luego que el ataque estaba planeado para las horas de la
noche; el plan se anticipó debido a que una de las pirañas –naves fluviales de
la Infantería de Marina-, en uno de sus ejercicios militares, se acercó a la
isla que queda frente al muelle en el rio Inírida, los guerrilleros pensaron
que los tenían localizados y atacaron a las dos de la tarde. En esa piraña iban
los infantes Rubén y Hamilton. Sus compañeros resistieron y en medio de las
balas regresaron con los heridos al puerto.
Death, Teodors Uders 1914. Latvian National Museum of Art |
La tarde transcurría en medio de un ambiente tenso, el
combate se sentía cerca, las Farc intentaban cruzar el rio y también entrar por la zona del aeropuerto. En el hospital, a pesar de la cantidad de gente, no se
escuchaba una palabra. Las únicas voces que por momentos rompían el silencio eran
las el director del Hospital, y las de los otros médicos,
quienes atendían a los heridos, los desmayados, los aterrados. El Hospital
entró en alerta roja. Pasaron los
minutos, las horas. No era una escaramuza. El combate seguía. Ese ruido de
guerra es indescriptible. Se puede sentir el terror, el miedo en la mirada de
todos, de cada uno. Llamé a Conchita, mi
tía: Inírida está bajo ataque, espero que sea algo breve, no quiero que sepan
mis padres. Estoy bien, estoy en el hospital, ¡estoy bien! Ella, ferviente
católica, me aseguró que oraría por mí, por el pueblo. Envió una bendición.
Colgamos. Cerca de las cinco de la
tarde el teléfono sonó: Aló, ¿Olga? Soy Luis Fernando… En medio de la situación
mi cerebro no funcionaba con normalidad. ¿Luis Fernando? Sí, Luis Fernando
Ramírez… ¿Luis Fernando Ramírez? No me sonaba de nada. Disculpe, no lo
recuerdo, agregué. El Ministro de
Defensa, aclaró esa voz amable al otro lado de la línea. ¡Ministro! Discúlpeme…
Su voz inspiraba seguridad. Hablamos unos segundos, me aseguró que no dejaría
que las FARC se tomaran Inírida. Los refuerzos –esta vez, hombres del ejército-
estaban en camino. De inmediato llamé al Coronel Calderón, luego al Coronel
Betancur, de la Policía, les transmití el mensaje. Todo saldrá bien, los animé. Antes del atardecer entró la llamada de mi
padre. Se había enterado por las noticias.
Mi padre había sido oficial por muchos años, había enfrentado momentos difíciles
en su carrera, la vida de las armas no me era ajena, sus sacrificios, su
entrenamiento, su profesionalismo. Mi padre enfrentó sus dificultades
profesionales con carácter y amabilidad, estricto y gentil a la vez; gracias a
su trabajo conocí varias regiones del país y disfruté de la diversidad de
nuestra gente; mi padre siempre fue un ciudadano antes que un oficial. Ese adn me sirvió esos días de guerra en
Inírida, nunca dudé, ni por un minuto, que estaba en buenas manos. Las estrellas volverían a la normalidad. Hablé con él, estaba tranquilo, le aseguré
que estaba bien. ¿Mi madre? Ella no puede pasar, me aseguró. Dile que estoy bien, que no se angustie, sé
que es nerviosa, dile que estoy bien. Mi padre sabía que si ella pasaba al
teléfono me haría llorar. Fue mejor así. No hablé con ella hasta cuadro días
después. Hasta ahora, por este relato,
se enteran que yo sabía del ataque, aún
antes de viajar a Inírida.
PH 418 Clifford Still Museum 1936 |
Llegó la noche, el combate seguía, el ruido atronador que nos
mantenía silenciosos continuaba… el Coronel Calderón me llamó: Doctora ordene
que no apaguen la planta eléctrica en la noche, debemos tener iluminado el
pueblo. Así será, Coronel. Mi temor era
el suministro de combustible… recordé la restricción del Ministerio de Minas y
el desabastecimiento en Inírida. No se preocupe, no se irá la luz, me aseguró el secretario encargado, no se
preocupe, el combustible lo conseguimos. Margarita, atenta en todo momento,
redactó la urgencia manifiesta para que la gobernadora pudiera actuar sin
limitaciones legales siempre y cuando se atendiera la emergencia.
Esa noche, a la salita destinada a la gobernadora, llegaron
otros personajes que sorprendieron al director del Hospital: el procurador, el
contralor, el alcalde, un contratista y hasta el hermano
del gobernador elegido popularmente y suspendido por el Presidente, venía con una ligera herida en un una pierna. Algunos murmuraban que se la había hecho él mismo para irse a esconder en el hospital. El
director de manera muy sutil pero contundente les dijo que esa noche podrían quedarse allí, pero que a la primera oportunidad deberían dejar las
instalaciones del Manuel Elkin Patarroyo. No era el lugar
para las autoridades departamentales o locales… salvo, claro está, para la
gobernadora que no tenía a donde ir. Magnolia, la señora del casino, preparó para
todos los que nos encontrábamos en el hospital un plato de lentejas. Por mi mente pasaban las palabras del
general: No se preocupe doctora, la base aérea del Vichada queda a diez minutos
de vuelo… los apoyaremos. Pasadas diez horas del inicio del
combate no escuchaba nada. A la 1 de
la madrugada los sentí. Escuché el suave
rumor de los motores, sentí la llegada del avión fantasma. A los pocos segundos estaba sobre
Inírida. El estruendo de la guerra se
hizo aún más palpable. El avión inició su defensa del pueblo, continuas ráfagas desde el aire mantenían a las Farc a raya,
el ruido era a la vez desconcertante y tranquilizante. El apoyo aéreo había
llegado, pero las Farc tenían suficientes hombres para aguantar, la guerra
continuaría varios días más… continuará.