Battle of Germany, 1944 Nash, Paul en Imperial War Museum |
En los siguientes días,
antes del viaje a Inírida, estudié las finanzas departamentales, hablé con
funcionarios expertos en la región, me aseguré de dejar
los asuntos de la subdirección en manos de uno de mis colaboradores más
experimentados; la sola idea de dejar esa oficina por una temporada era como un
viento fresco. Cambio.
El llamado Palacio
Echeverry es una obra arquitectónica de estilo inglés de
finales del siglo XIX, de tres naves, tres pisos, techos altos, madera que crujía al caminar; y también baldosas en piedra en la primera planta; algunos aseguraban
que una de las hijas del original dueño, se había suicidado, deambulaba el
lugar por las noches. A pesar de
trabajar hasta la noche nunca sentí la fantasmal presencia, las
únicas presencias que solían generar inquietud eran los senadores y representantes
que rondaban la dirección, a cualquier hora, con intenciones burocráticas. Por acuerdo tácito con el director, él se
encargaba de los planeadores y la subdirectora de los técnicos.
Por esos día apareció un
alcalde, lo recuerdo con precisión. Una de las noches previas a mi viaje,
pasadas las ocho entró a mi oficina, me miró, guardó silencio por algunos
segundos, luego se presentó y disculpó por no tener una cita previa. Lo hice
seguir, su tono pálido, su traje arrugado revelaba un largo viaje, un largo día. Unos minutos después se animó a
hablarme: “doctora sé que usted tampoco
me puede ayudar, solo quiero sentarme un momento, si no le molesta”. Le
ofrecí un café y una silla. Aceptó. Tenía razón, de poco sirven los
funcionarios públicos, de nada práctico sirven en realidad la mayoría de las
veces; bajó los ojos, dejó caer sus
brazos con desaliento, con voz baja continuó: “al parecer nadie puede
ayudarme”. Indagué qué le sucedía y la razón de su viaje a Bogotá. “Viajé
anoche, diez ocho horas desde mi pueblo, el municipio no tiene dinero para este
tipo de viajes, no tengo viáticos, debo regresar esta misma noche; busco ayuda
para el pueblo, he estado todo el día de oficina en oficina y como ve no tengo
una respuesta o sí si la obtuve, la respuesta más inesperada...”
El palacio que venían
restaurando poco a poco, muy poco a poco era, por esos años, la sede del
Ministerio del Interior, el lugar es estratégico ya que queda a unos pasos del
palacio presidencial y del congreso;
pero si para el ministro el lugar era apropiado, para quienes
trabajábamos en el primer piso el lugar no podía ser más inapropiado: poca luz,
humedad, frio. La Dirección de Descentralización se ubicaba en la primera
planta, en las viejas caballerizas o cuartos de servicio de aquél palacio,
estoy segura. Mi oficina había sido quizá una gran alacena: unos seis metros
de largo por tres de ancho, diminuta, con una limitada claraboya en lo alto.
Una gran alacena a finales del siglo XIX, una estrecha oficina a finales del
XX. Ese era el lugar de la subdirectora.
Un estante de libros sobre ordenamiento territorial y descentralización a mi
espalda, un escritorio reducido, silla apropiada para mi espalda operada, un
planta acuática de 12 hojas y una lámpara siempre prendida sobre mi mesa; dos estrechas sillas para los visitantes
completaba todo el mobiliario. Dos puertas, una hacia las secretarias al frente
y otra a mi derecha hacia la oficina del director. Ese fue mi mundo por casi dos años, mi mundo de 6:45
de la mañana a la hora que fuera necesario en la noche. La estrecha infraestructura, no menguó mi
ánimo o el compromiso con la tarea. La experiencia valió la pena. ¡Todo sirve!
Youth Mourning. Sir George Clausen 196. Imperial War Museum |
Recuerdo a los
funcionarios que trabajaban conmigo, profesionales juiciosos, algunos llevaban
años en esas históricas instalaciones. Fui estricta al máximo, exigente con los
documentos que preparaban, con sus respuestas escritas a las autoridades
locales que nos escribían con frecuencia en busca de una asesoría, una
información necesaria para su gestión; aunque al principio fue una relación
complicada –era su jefe y menor que todos, creía en ellos más que ellos mismos-
con el tiempo llegamos a una agradable armonía.
El año 99 fue un año particularmente difícil – mucho decir para este país acostumbrado a años difíciles-, la economía en declive, muchos colombianos solo soñaban con irse, la inseguridad se encontraba en los máximos, los ataques guerrilleros y víctimas del conflicto ascendían. El área de distensión que el gobierno había cedido a los guerrilleros un año atrás con el ánimo de adelantar un acuerdo de paz se había convertido en una guarida desde donde planeaban atacar pueblos, instalar minas antipersonales en campos y veredas; secuestrar y traficar armas y drogas. La fe en la paz se iba inevitablemente por el sifón, la esperanza en una salida negociada se perdió, desde el área de distensión no solo planeaban, ejecutaban todos sus propósitos. La paciencia se fue colmando. El pesimismo cubrió como una sombra el ánimo del país.
Mientras eso sucedía yo
trabajaba en la pequeña oficina, algo estrecha pero a salvo de la vida real,
del dolor y la guerra, a salvo como tantos otros funcionarios que desde Bogotá
ven la realidad por la televisión o por los periódicos. La guerra, la pobreza,
los desplazamientos son datos para análisis políticos, charlas entre amigos,
discursos, cifras de nota periodística, pero nada más. Sin embargo, de vez en cuando la realidad se
sentaba frente a mi escritorio.
Esa noche escuché con
atención la historia del acongojado alcalde, otra noche fría en la ciudad;
sobre mi mesa reposaba el más reciente informe de la contraloría sobre el
Guainía, la historia de gobernadores sancionados por corrupción o
incompetencia, las cifras de transferencias de la nación para educación y
salud… El alcalde continuó con su relato “Casi a las seis de la tarde un
funcionario que ya no recuerdo de qué entidad me recomendó venir al ministerio
a la Oficina de Atención y Prevención de Desastres”; quedé confundida, no había escuchado de
ningún desastre natural reciente en el país, sin embargo pronto entendí de qué
se trataba y la razón de su desilusión. Fue un malentendido, con un transfondo
irónico. El alcalde continuó: “Doctora, yo seguí la
sugerencia, ya cansado de ir de una dependencia a otra en esta ciudad sin
ningún resultado decidí venir a la Dirección de Atención y Prevención de
Desastres, la que queda en el tercer piso... y ¿qué me dicen? Me contestaron:
que un ataque guerrillero no es un desastre. ¿No es un desastre? La guerrilla
destruyó todo el marco de la plaza, parte del hospital, la estación de policía,
la alcaldía… tengo heridos, murieron vecinos, amigos. ¿No es un desastre? ¿Qué
más desastre?” Bajé los ojos, ambos
quedamos en silencio. ¿Qué podía decir? Tenía razón, tenía toda la razón, esa
oficina no existía en aquella época, el alcalde no tenía a quién acudir en Bogotá
luego de un ataque guerrillero. Conversamos un poco más, luego de media hora,
un café y algo de desahogo se fue, regresó a su pueblo con las manos
vacías. Tristeza. De tiempo en tiempo la
realidad se sentaba frente a mi escritorio en aquella estrecha oficina
ministerial. Pocos días restaban para mi partida como gobernadora encargada del
departamento del Guainía. Así pasaba los
días, entre reuniones, cifras, información sobre el departamento. No pasaría mucho tiempo antes de ponerme en
los zapatos de aquél desolado alcalde.
The Cementery, Etaples 1919 en Imperial War Museum |