El viernes fue un día curioso de
principio a fin. Un largo día. Varios
funcionarios se acercaron al despacho de la gobernadora con un solo objetivo:
pedir permiso para tomar el vuelo del sábado. Deseaban, a toda costa, abandonar Inírida,
para ello, exponían razones médicas, seminarios, capacitaciones, enfermedad de
un pariente cercano... querían tomar
ese vuelo con cualquier excusa. Algo
grande empezaba a moverse. Se murmuraba en el pueblo que algo pasaría. Toda la mañana fueron llegando, poco a poco con diferentes razones... así poco a poco se retiraban con sus caras largas. No doy permisos para dejar la ciudad, salvo algo de fuerza mayor, respondía la gobernadora a cada una de
las solicitudes. Vamos todos en este barco a enfrentar lo que venga... Ya intuía lo que pasaba. Otra visita nos puso en alerta, el otro cáncer que carcome el espíritu de la comunidad nos rondaba, un funcionario de la Alcaldía nos alertó: hay gente rara en el pueblo, no firmar los contratos tiene inquietos a muchos... Dudas. Llamé al comandante de la Policía para conversar sobre el asunto. Prometió mayor seguridad en las instalaciones de la gobernación.
De nuevo Barrancominas en mi mesa, la tercera fue la vencida. El secretario no se daba por vencido, yo tampoco. Luego de intentar presionar con los compromisos y la firma de contratos, sin soportes legales, para el corregimiento, llegó con una nueva carta: Las mesas de paz. Ese viernes me recordó una obligación legal que debía cumplir la gobernadora, siempre tan fiel a los asuntos legales; estaba seguro que esa jugada no la perdería: Doctora usted debe instalar una mesa de paz en Barrancominas, debe ir al corregimiento por mandato presidencial. El proceso de paz del presidente, bla, bla, bla… Luego de varios minutos de escuchar una floja argumentación, le contesté: ¡Usted tiene razón! ¡Debemos hacerlo! Margarita abrió los ojos y me miró con desconcierto. Sabíamos que el corregimiento era sede de uno de los frentes de las FARC y punto estratégico de tráfico de armas y drogas. ¡Tiene usted razón!, agregué. ¡Iré a Barrancominas! Iré, una vez usted instale la mesa allí como avanzada de la gobernación... ¿Qué opina? Se me quedó mirando. Si eso es lo que quiere, eso es lo que haremos, puntualicé. Iremos a Barrancominas. A los pocos segundos se levantó y se fue. Tema concluido. Pablo, por su parte, aún nos escoltaba pero ya no dentro de la oficina, al darse cuenta que manteníamos abierta la puerta no era necesario permanecer allí parado, así que decidió sentarse frente al escritorio de la secretaria. Seguía escuchando todo, para nosotras fue un descanso dejarlo de ver.
De nuevo Barrancominas en mi mesa, la tercera fue la vencida. El secretario no se daba por vencido, yo tampoco. Luego de intentar presionar con los compromisos y la firma de contratos, sin soportes legales, para el corregimiento, llegó con una nueva carta: Las mesas de paz. Ese viernes me recordó una obligación legal que debía cumplir la gobernadora, siempre tan fiel a los asuntos legales; estaba seguro que esa jugada no la perdería: Doctora usted debe instalar una mesa de paz en Barrancominas, debe ir al corregimiento por mandato presidencial. El proceso de paz del presidente, bla, bla, bla… Luego de varios minutos de escuchar una floja argumentación, le contesté: ¡Usted tiene razón! ¡Debemos hacerlo! Margarita abrió los ojos y me miró con desconcierto. Sabíamos que el corregimiento era sede de uno de los frentes de las FARC y punto estratégico de tráfico de armas y drogas. ¡Tiene usted razón!, agregué. ¡Iré a Barrancominas! Iré, una vez usted instale la mesa allí como avanzada de la gobernación... ¿Qué opina? Se me quedó mirando. Si eso es lo que quiere, eso es lo que haremos, puntualicé. Iremos a Barrancominas. A los pocos segundos se levantó y se fue. Tema concluido. Pablo, por su parte, aún nos escoltaba pero ya no dentro de la oficina, al darse cuenta que manteníamos abierta la puerta no era necesario permanecer allí parado, así que decidió sentarse frente al escritorio de la secretaria. Seguía escuchando todo, para nosotras fue un descanso dejarlo de ver.
En la tarde visitamos a Monseñor.
Tal y como me lo había aconsejado mi padre, era una visita que debía realizar.
Así que fuimos a tomar un café. Conversamos dos horas sobre los temas que
preocupaban a la Iglesia. Un pueblo de colonización reciente, sin sentido de
pertenencia, frágil tradición familiar, prostitución, enfermedades de
transmisión sexual, contaminación del río por la explotación ilegal… y la
corrupción. Los dineros públicos son
todo, menos públicos. Ese día, más temprano, habíamos recibido en la
oficina la misión de la Contraloría General, la misión que tenía a cargo
constatar las irregularidades en la contratación departamental. La conclusión:
nada existía. Ninguna obra prometida o sobre papeles existía. Nada. Promesas. Las múltiples irregularidades plasmadas en el
auto de investigación eran ciertas. Esa
tarde, los funcionarios nacionales nos contaron su experiencia por los ríos de
Guainía: cuatro semanas de decepción. Conversábamos sobre el tema cuando algo
curioso sucedió. Una de las funcionarias de la Contraloría quiso usar el baño. Con mucho gusto.
Seguimos con la conversación, pasaron algunos minutos y desde el baño la mujer llamó a sus compañeros. Nos sorprendió el llamado. Tras la cortina
de la ducha el grupo encontró carpetas, archivos, información que habían solicitado
meses atrás y que no encontraban en la gobernación. Año tras año, década tras década la
inversión pública en bolsillos privados. Indignación. Del tema conversamos con el sacerdote. La
visita al Monseñor fue agradable y dio frutos. Nos prometió incluir el tema de la transparencia
en el sermón del domingo, así lo hizo.
Para las ocho de la noche aún
estábamos en la oficina, la semana terminaba. Nos alistábamos para ir a comer y verificar si Ágata, Lagober, había sobrevivido a las ratas. Una
semana interminable, pero aún faltaba lo mejor: la visita de los comandantes de
la Policía e Infantería de Marina. Se sabía de movimientos en el rio, se movían hombres por la selva, el ataque de la guerrilla era inminente. ¿Inminente? Sí. ¿Cuántos
hombres tenemos? Pregunté. Me explicaron
con detenimiento la estrategia de defensa del pueblo, el número de hombres que nos defendería. Prometí no repetir la información.
Mantengo la promesa. Llamé al ministro, el ministro para el que trabajaba en
Bogotá. A finales de 1999 medio país estaba bajo el fuego de una guerrilla, -de
quince mil hombres-, que estaba sentada buscando la paz y que había recibido,
como señal de buena voluntad del gobierno y de sus ciudadanos -cuarenta
millones-, un territorio de despeje para que se concentrara sin enfrentar al
ejército. Todo era una apariencia, una ilusión igual que las obras de la gobernación. Ministro,
estoy con los comandantes de las fuerzas armadas, me aseguran que la guerrilla
atacará los próximos días, la información de inteligencia lo confirma. Llamaré al Ministro de Defensa, me contestó.
Estaremos pendientes, enviaremos refuerzos. Gracias Ministro. Buenas noches.
Esa noche llovió, lluvia inesperada para la época. No recuerdo si dormí o no. La madrugada del sábado fue silenciosa, quizá Lagober intimidaba a pesar de su talla. Nos levantamos temprano, como todos los días. Por primera vez recorrimos la casa, en el patio, una canal suelta había permitido que un tanque se llenara con agua de lluvia. Lavamos nuestro cabello con agua fresca... lo que necesitábamos. Las estrellas, como en mi sueño, giraban y giraban…
Esa noche llovió, lluvia inesperada para la época. No recuerdo si dormí o no. La madrugada del sábado fue silenciosa, quizá Lagober intimidaba a pesar de su talla. Nos levantamos temprano, como todos los días. Por primera vez recorrimos la casa, en el patio, una canal suelta había permitido que un tanque se llenara con agua de lluvia. Lavamos nuestro cabello con agua fresca... lo que necesitábamos. Las estrellas, como en mi sueño, giraban y giraban…