Un amor inesperado


La Sierra acompaña, a cada paso sorprende. El caribe a mis pies me atrae pero no me seduce, allá 35 grados, aquí 10 o 15 grados; definitivamente me conquista el verde, el frio de las  alturas, el marrón de las hojas secas que caen sobre los senderos húmedos, los troncos caídos, las ramas que dan sombra, las hojas que se mueven ligeramente.  Las nubes que me saludan a diario, en la mañana o en la tarde, que recorren el cañón a mis pies, a veces se deciden y entran por las ventanas, se toman todo el lugar.  La montaña me conquista con el aroma que desprende, un perfume lleno de vida, un bosque nativo es una joya que poco se encuentra, razón tienen los indígenas de amar los páramos, los bosques húmedos, los bosques tropicales, son la vida misma, la tierra en todo su esplendor, el agua brota de sus entrañas y alegra los sentidos con su belleza cristalina, hasta las piedras del camino tienen su lugar y su sentido.  Amo la montaña.  No me canso de admirarla... me gusta su olor, sus formas, su textura. Creo que estoy enamorada.


Enamorados creí que también estaban los colibríes. Durante algunos días me sorprendieron con su manera inesperada de acercarse a mí, lograban asustarme, por tan solo segundos se detenían a centímetros de mi cuello o de mis ojos y me observaban, solo dos o tres segundos. Varias veces al día aparecían, me observaban y salían disparados con la misma alegría con la que me interrumpían.  Ocurría en las caminatas mañaneras por los senderos o cuando me sentaba a leer en el balcón del segundo piso.  Lo mismo cuando en la mañana vertía la mezcla de agua azucarada en sus bebederos, se acercaban como si quisieran hablarme, conquistarme con sus colores, su aleteo altivo y único. Podría haber jurado que me amaban, yo estaba complacida, el amor era correspondido. Hacía mucho no contaba con  pretendientes tan atractivos y persistentes. Pensándolo bien, nunca tan atractivos.  Gocé de su cercana compañía por algunos días... hasta que descubrí la razón de mi éxito.  Hubiera querido seguir con la idea del enamoramiento pero Lorenzo me abrió los ojos.  “No, doña no están enamorados… no de usted, sino del color de su pañoleta”.  Mi corazón se rompió. Efectivamente el color al cuello los atrae como si se tratara de un atractiva flor a la que tienen que visitar en busca de nectar. A pesar de conocer la verdad creo que sí hubo algo de amor sincero.

La soledad es algo a lo que le tememos todos en mayor o menor media, la soledad.  Antes de subir a la Reserva me preguntaron si no me molestaba la soledad. No. No me molesta, contesté. En ese momento no estaba tan segura, no me molesta estar a solas y disfrutar el silencio, el sonido suave de la brisa, el murmullo del agua que cae por las rocas montaña abajo, los cantos de las aves, el sonido de la naturaleza. Es una soledad diferente la que se vive en medio de la naturaleza a la que nos agobia en la ciudad.  Al menos aquí en la montaña se tiene esa compañía, esa seguridad: el cielo, las nubes, los sonidos, los senderos... La montaña acompaña, la montaña y sus residentes. Es la compañía de la vida, la transformación permanente.  Así lo constaté cuando bajé unos días a la "civilización",  tuve que viajar a Bogotá por asuntos familiares, sentí el peso de la soledad urbana.  Percibí la multitud apresurada  al caminar por sus calles atestadas de carros, gente de afán que corre a sus compromisos siempre urgentes - quizás no importantes-;  gente que poco saluda al entrar a un establecimiento, sentí el agobio de ver gente en todas partes, gente, gente que aplaza las citas, gente que no sonrie, gente que no tiene tiempo para tomar un café con un viejo amigo, o que tiene tiempo, pero poco. La ciudad no facilita cultivar… y menos cosechar.  Los amigos de turno son los del trabajo, lo que se ven todos los días, ver a los otros se hace pesado, difícil. El tráfico "tu sabes..." La ciudad moderna no tiene tiempo para lazos,  abrazos,  para parques que inviten a sentarse y conversar sin mirar el reloj. Eso llamado tiempo que está allí para llenarlo de lo que queramos -risas, conversaciones, experiencias con los seres queridos- solo se llena de afanes, trancones y cansancio.  Esta soledad rural me hace recordar a los seres queridos a los amigos que me han acompañado durante mi vida, todos aquellos que han dejado su huella en mí, los que ya no veo, los que perdí, los que aún tengo la suerte de sentir a mi lado. Al recordarlos lo traigo de vuelta y les agradezco su compañía, los minutos que compartimos, todo lo que me enseñaron. Hacen parte de mi rica soledad. Mis amigos de infancia, el colegio, la universidad... los de uno y otro trabajo, mis maestros, la vida en York... en el Raval, Medellín,  todos vuelven a mi cada vez que camino por estos senderos, me tomo el tiempo de invocarlos y sentirlos cerca de nuevo. Gracias amigos.

Vivir en el pueblo, abajo en el Caribe, me ha hecho pensar en lo que es la vida sin afán, sin congestiones ni restricciones para conversar en el momento que se quiere, en cualquier momento, en compartir. El pueblo tiene su magia. Solo al caminar por sus calles se encuentra uno con una sonrisa, una mano que se levanta para saludar. Es un mundo lejos de "mundo" pero más cerca al corazón.   Tanto en el pueblo, como aquí en la montaña valoro las visitas, los correos inesperados, los mensajes de quienes se toman unos segundos en ese difícil mundo urbano para recordarme, escribirme, para dejarme saber que me esperan para tomar un café. Son ellos, esos remitentes, los que se suman a la orquesta de aves, grillos, ranas, brisas… y me hacen sentir acompañada en esta colorida experiencia. Por supuesto una experiencia de pocos meses no es una vida… no estaría segura de poder vivir así por años, entre el verde, el cielo, el silencio, mensajes electrónicos y pocas visitas. No lo creo. Por ahora lo disfruto... no siempre se puede creer que un colibrí se ha enamorado de ti.