Un poco de entrenamiento militar, primera noche

En plena naturaleza 1901, Martin Malharro. Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires

Llegamos. El lugar  era el perfecto aeropuerto latinoamericano para el imaginario hollywoodense: una infraestructura mal pintada sin puertas o ventanas, mesas para revisar equipajes de salida, pocos policías, unas sillas viejas de madera, desorden, familiares y amigos de los viajeros. Calor. Caminamos por la pista. Saludo protocolario, breve presentación y a la camioneta.  Un daihatsu rojo de finales de los ochenta, desajustado pero impecable. Carlos, el conductor, se presentó y nos guardó las pocas maletas en la parte de atrás del carro.  En otro vehículo la comitiva de bienvenida con algunos secretarios del despacho, el comandante de la infantería de marina y el coronel de la policía en otro carro.  Camino a Inírida, a pocos metros del cinematográfico aeropuerto,  vestigios de una enorme obra inconclusa, la selva salía por el techo y  las ventanas de un segundo piso en ruinas como si se tratara de una obra de arte moderno. Un intento por modernizar el aeropuerto, nos aseguró Carlos, sin retirar sus ojos de la vía, una promesa política que quedó en eso. Silencio.

Diez  minutos separan el aeropuerto del centro del pueblo. Una plaza central con la típica cuadrícula urbana heredada del  trazo español para sus colonias. La construcción más alta es la gobernación, frente a unas palmas, una edificación blanca de dos pisos de buena altura con columnas a la vista, amplias escaleras.  En el segundo nivel varias oficinas. De inmediato nos conducen hacia el despacho del gobernador. Daisy, la secretaria, nos saludó tímida. Nos presentamos, algunos funcionarios aparecieron. En ese momento el secretario de salud nos saludó e invitó a almorzar al casino del hospital. Observé la oficina desde la puerta, no entré. Detallé las banderas  descoloridas; una pila de papeles en un mueble ubicado en una esquina, un escritorio enorme, una buena silla; dos sillas menos cómodas para los visitantes; más allá una puerta cerrada, ventanal hacia la plaza. Una oficina que podría ser seis veces la mía en el ministerio. Detallé el color y el estado de la pintura. La humedad de la selva recorría los rincones. Fotografías personales en paredes y bajo el vidrio del escritorio, una taza de café. Giré mi cabeza hacia Daisy y le solicité un escritorio para Margarita al lado del mío y “que retiren todas esas fotos personales del exgobernador”... Gobernador suspendido, aclaró de inmediato Pablo, el secretario de gobierno, un indígena que desde ese momento me siguió como una sombra.   Cierto.  La secretaria dudó sobre el tema de retirar las fotos, me miraba y luego al secretario de gobierno como si siguiera un partido de tenis. Repetí: Por favor Daisy no quiero esas fotos en la oficina. Guárdalas o envíalas a su dueño. Sin mucha convicción, aceptó.

Café de Nadie 1930, Ramón Alva de la Canal. Museo Nacional de Arte

 Del hospital y su gente hablaré más adelante. La tarde se pasó en minutos. Luego del almuerzo pasamos por la casa que nos asignaron, dejamos las maletas y regresamos a la oficina. Escritorio al lado mío para Margarita y ni una solo foto del gobernador suspendido. Daisy resultó eficiente después de todo. Revisamos algunos documentos y lanzamos la primera resolución: Atención al público de 8 a 12am.  “Quien no sabe escuchar no sabe gobernar” dice Adriano, el emperador romano en sus literarias memorias de Yourcenar. Lo que no dice la escritora es que de allí a Aló Sancho o Consejos Comunitarios hay un paso. Durante toda la tarde Pablo estuvo allí, sentado frente a mi escritorio, sin decir una palabra, solo escuchaba y nos observaba.  Pasadas las seis de la tarde el sol estaba por desaparecer como casi todos los funcionarios a esa hora. Mandé llamar a Carlos. Nos vamos, dije. Nos vamos a conocer el puerto y a ver el atardecer. Margarita se alistó, guardamos los documentos para leer más tarde en la casa. Pablo intentó acompañarnos pero le agradecí, se quedó allí en silencio. Salimos.  Fue el único atardecer que vimos desde el puerto. El sol se ocultó adornado con los colores del verano, el sello de fuego sobre las aguas del Inírida desapareció poco a poco. 

The Bedroom 1888, Vincent Van Gogh. Van Gogh Museum

 Esa noche tuvimos poco tiempo para detallar la casa de la Secretaría de Salud, donde nos alojaron, nos habían dejado algo de fruta sobre la mesa de comedor.  El día había sido largo y al siguiente tenía la posesión en la Asamblea Departamental, presentación en sociedad de la nueva gobernadora.  Nos despedimos temprano, cada una se retiró a su habitación.  Tomé una libreta de notas y algunos documentos para revisar, me recosté y prendí el televisor, en el noticiero repetían la entrevista en “inglés” que la reina del Guainía –días de reinado en Cartagena-  había concedido aquella tarde. Los presentadores reían. La reina aseguraba que hablaba inglés y luego para comprobarlo respondía a una pregunta en algo más parecido al mandarín. Nadie entendió su respuesta. Ni ella misma. Pocos minutos después se fue la luz. El racionamiento de doce horas iniciaba a las diez de la noche, dejé mis notas sobre la mesita y acerqué mi linterna a la almohada. Quedé dormida de inmediato...  

Una explosión me dejó sentada sobre la cama, no veía a un metro, no entendía lo que sucedía. Tomé mi linterna -gracias madre mía, tengo mi linterna conmigo-, eran las dos de la mañana. Me tiré al suelo, llamé a Margarita. ¿Escuchaste eso?  Siiii, me contestó con un hilo de voz desde su habitación.  Otra más, una nueva explosión se sintió fuerte. Mi menté quedó en blanco. Decidí que no estaría sola así que me arrastré, a ras de piso,  sobre mis codos como soldado en entrenamiento,  hasta la habitación de Margarita, apagué la linterna, casi bajo la cama escuchamos la tercera explosión. No hablámos, conteníamos el aliento. De repente motos rodearon la casa, daban vueltas, iluminaban las cortinas, nos cercaron por varios minutos. Recordé mi celular, lo había dejado sobre la mesita, de nuevo con  mayor experiencia militar volví sobre mis codos a mi habitación, tomé el teléfono y bajo la cama busqué el número del comandante de la infantería. ¿Qué pasa Coronel? ¿Qué es eso? Doctora no se preocupe, fue en el acueducto, se explotó una dinamita de la obra que adelantan allí. No pasa nada. ¿Seguro? Seguro, respondió. Alivio. Luego de unos minutos las motos desaparecieron por donde llegaron.  Nunca pregunté por las motos de aquella noche.  A las tres de la mañana, luego de una breve charla con Margarita, sentadas en el suelo, regresé a mi cama. Estábamos en el Guainía. Recibimiento.